ANTONIO GRACIA Toda separación matrimonial es un fracaso de dos seres que intentaron acertar y no lo consiguieron. Los dos son responsables -aunque, en muchas ocasiones, haya, en verdad, un solo causante o "culpable"-; y así deben aceptarlo, por mucha sangre que se llore al asumirlo. Me parece lógico que, para autoafirmarse -aunque en ilegítima defensa-, un excónyuge mate sicológicamente al otro; pero no debe "matar" al padre -o la madre- de sus hijos; esto es tanto como desampararlos. Por lo tanto, la separación sólo debe producirse entre los cónyuges, no entre estos y sus hijos. El niño debe tener un hogar mental afectivo aunque esté físicamente en las dos casas de sus padres, que nunca deben tener las puertas cerradas para él. Cómo se las arreglen estos es cosa que debe empezarse desterrando probables traumas y rencores, y evitando dividir salomónicamente al hijo.
Desgraciadamente, igual que no hay escuelas en las que se enseñe qué cosa responsable es la matrimonialidad, la maternidad y la paternidad, tampoco hay cursos que enseñen a comportarse tras el descasamiento: que cuando dos personas deciden vivir juntas es para estar mejor que separadas, y cuando eligen separarse es para estar mejor que juntas, no para seguir batallando esgrimiendo el pasado como un presente continuo. Así, los platos rotos de las desavenencias suelen caer, antes o después, voluntariamente o no, sobre los hijos. Si estos pasan a vivir con uno de los padres, no es inusual que al otro ni se le nombre y pase a ser, con el tiempo, un visitante circunstancial, un transeúnte de su vida que llega a convertirse en un intruso del nuevo estatus, conseguido a base de engaños, autoengaños y lágrimas ocultas. El excónyuge con el que vive el hijo acaba por creer que este le pertenece; y contra esa posesión sólo cabe decir: "¿Cuándo vas a aceptar que no eres su dueño sino, como yo, la mitad de su desgracia?" Y el hacha de guerra que tal vez nunca existió de forma cruenta empieza a ensangrentarse. Padres e hijos van distanciándose hasta desconocerse.